Él no tenía la culpa
La imagen que se ha diseñado sobre la personalidad de César Vallejo tiende a ser depresiva, silente, ensimismada. Y es verdad, tuvo una vida llena de carencias, silencios e injusticias: sufrió en su tierra natal, Santiago de Chuco, y en los lugares donde vivió: Trujillo, Lima, Madrid y París. Es decir, Vallejo fue un hombre que nunca cesó de ser doliente. Sin embargo, hay pruebas –hasta con fotos- de que el gran poeta también gustaba de la bohemia alegre. También tuvo espacio para la distracción, los amigos y la leyenda del santo bebedor, sobre todo en su época trujillana, cuando empezaba a escribir esos versos que lo convertirían en el poeta innovador, enorme e incuestionable que hoy conocemos.
Vallejo también fue un hombre sarcástico o al menos lo suficientemente distraído como para cometer magníficas impertinencias, como la que se relata enseguida.
Algunos estudiosos de la vida de Vallejo cuentan que en una oportunidad hacía su cola disciplinadamente para entrar a la Biblioteca Nacional, un recinto que frecuentaba con placer. Sabrá Dios en qué estaría pensando en ese momento el poeta que, sin darse cuenta, tropezó con un señorón que pasaba al costado y en el impacto las gafas del hombre elegantemente vestido cayeron al suelo, junto con su bastón y su sombrero hongo. Se trataba a todas luces de un Niño Goyito, de un típico habitante de la inalcanzable clase alta limeña.
Producida la colisión, Vallejo recogió los objetos caídos y le pidió educadas disculpas al señor del tongo, el bastón y las gafas. Sin embargo, este no quedó satisfecho y siguió enrostrándole al poeta su falta de educación, precisamente en un espacio de cultura. Vallejo, ya un poco irritado, volvió a excusarse, pero el elegante hombre cada vez más furioso dijo a todo volumen:
«¿Usted sabe con quién está tratando? ¿Sabe por casualidad quién soy yo?» Vallejo lo observó boquiabierto pues no se esperó semejante reacción. «¡Sepa usted que soy don Pedro de Osma!». Vallejo le hizo una venia ambigua entre la burla y el respeto, acompañada del brillante comentario: «Y yo qué culpa tengo, señor…».
Santiago de Chuco, 16 de marzo de 1892 – París, 15 de abril de 1938